Fer | Tribuna
Política y religión, combinación pésima
Juan María Tellería Larrañaga>>Redactamos esta reflexión mientras aún perviven en nuestra memoria retiniana las imágenes de los últimos bombardeos de Gaza, perpetrados por Israel como respuesta a la última agresión de Hamás en territorio judío. De nuevo, hemos escuchado y leído acerca de civiles (o peor todavía, niños) muertos. Una vez más hemos visto edificios destruidos, gente corriendo despavorida por las calles y enfermeros y voluntarios desbordados por el número de heridos agonizantes en medio de poblaciones que se desmoronan sobre ellos.
Pero si hemos de ser sinceros con nuestros amables lectores, no es esto lo que más nos ha horrorizado de esta carnicería sin sentido. Por increíble que pudiera parecer, hay algo infinitamente peor que tanta muerte y tanta destrucción, y es la justificación ideológica que está detrás de todo ello y que, a no ponerle freno, perpetuará un conflicto que nunca debiera haber existido, con sus secuelas de sangre, fuego y aniquilación inmisericorde de todo cuanto se ponga a tiro.
Hay algo infinitamente peor que tanta muerte y tanta destrucción, y es la justificación ideológica que está detrás de todo ello
Dos vídeos subidos por usuarios de una popularísima red social nos han hecho enfocar el tema de esta manera. Dos vídeos a los que cualquiera puede acceder y que reflejan en toda su crudeza dos mundos antagónicos que no encuentran salida, o quizás no desean encontrarla.
El primero —y los mencionamos en el orden cronológico en que los visionábamos— muestra una conversación al aire libre, en pleno campo y sorprendentemente pacífica, entre unos colonos judíos ocupantes de territorios cisjordanos y un puñado de habitantes autóctonos, es decir, árabes. Estos últimos, hombres más bien jóvenes todos ellos, vestidos conforme a la moda occidental más desenfadada, escuchan casi sin decir nada (sus intervenciones son mínimas) a los primeros, también varones, de edad más avanzada, al menos en apariencia, y ataviados conforme al estilo judío europeo o americano más tradicional: ropas oscuras, kipá y barbas, canosas en algunos casos, más o menos pobladas. Quien entre los judíos lleva la voz cantante se expresa con autoridad, si bien sus ademanes o el tono con que habla no pueden tildarse de agresivos, e insiste en que su pueblo tiene todo el derecho del mundo de ocupar las tierras palestinas, pues les pertenecen por decreto divino. Demuestra conocer muy bien la historia relatada en el Antiguo Testamento, aunque a todas luces no parece interesarle la posterior, e incide de manera machacona en que, cuando venga el Mesías, esas tierras serán entregadas para siempre a Israel y —aquí viene lo más llamativo— los árabes serán siervos perpetuos de los judíos.
El segundo vídeo muestra, por el contrario, un plató de televisión. Sólo intervienen en él dos figuras, femeninas en esta ocasión. Por un lado, una presentadora o entrevistadora completamente ataviada según los patrones occidentales (vestido, joyas, maquillaje y peinado), y por el otro, la imagen típica que un occidental puede tener de una mujer árabe, totalmente envuelta en un largo ropaje que únicamente deja libres las manos y un rostro en cuyos ojos, orlados de negro, se lee una infinita tristeza a la par que una profunda convicción. Se trata de la madre de un terrorista de Hamás, ya fallecido en una operación contra el ejército israelí, que ha perdido otros hijos y que está dispuesta a sacrificar cuantos le quedan si es necesario. Una mujer que, en la entrevista, no oculta su clara ideología islámica de lo más combativa y que justifica incluso las muertes de inocentes en los atentados perpetrados por terroristas porque son “víctimas necesarias” de la guerra, una guerra santa en realidad en la que prima “la voluntad de Alá”.
Cuando la ideología religiosa impregna el mundo político sólo se puede esperar lo que hoy vemos en Gaza
Los unos ocupan tierras, o mejor dicho, despojan a los autóctonos de sus tierras, porque tal es la voluntad de Dios. Los otros responden masacrando a quien se ponga por delante porque tal es la voluntad de Dios. Personalmente, tenemos nuestras serias dudas de que los gobiernos de uno y otro bando sean tan ciegamente religiosos. Más bien nos inclinamos a pensar que no lo son. De hecho, sabemos que el gobierno israelí, de ideología sionista, no se define como tal. Y algo nos dice que los gobiernos árabes de la zona tampoco destacan por su gran piedad, ni islámica ni de ningún tipo. Pero ambos, mandatarios israelíes y árabes, se sirven muy bien para sus intereses particulares de todo ese entramado religioso que hace de unos esperanzados creyentes en el cumplimiento de unas supuestas profecías, y de otros activos combatientes de una guerra decretada por aquél a quien con no poca sorna su libro sagrado tilda de Misericordioso y Compasivo con mayúsculas.
Trágico. No hay peor asesino que aquél que mata en nombre de un dios determinado, ya sea Yahweh o Alá, quienes, dígase lo que se quiera, son la misma y única divinidad, el Dios de Abraham del que habla la Biblia.
Cuando la ideología religiosa impregna el mundo político, o quizás debiéramos decir “se convierte en un instrumento al servicio de la política”, sólo se puede esperar lo que hoy vemos en Gaza, lo que siglos atrás se vio también por aquellas tierras en las Cruzadas y lo que, sin salir de nuestros propios lares, hizo la Inquisición Española.
Judíos y árabes, israelíes y gazíes o palestinos en general, están condenados a entenderse, les guste o no. Por sus orígenes son hermanos y por su turbulenta historia, vecinos durante siglos. Sus guerras, por lo tanto, constituyen un conflicto familiar en el que, por desgracia, se han implicado demasiados extraños, demasiados foráneos, y lo peor de todo, demasiada religión justificadora de crímenes.
Que haya paz en Israel, era el deseo de los antiguos salmistas que leemos en las Sagradas Escrituras. Ojalá suceda pronto. Pero para ello un paso imprescindible es que Yahweh deje de prometer tierras a los judíos y que Alá deje de ordenar guerras santas. Es decir, que unos y otros entiendan que el Dios al que dicen adorar no es un Dios arcaico y primitivo encerrado en unos libros concretos, sino un Dios viviente actual que desea el bienestar y el respeto mutuo de todos los pueblos de la tierra, sin distinciones de raza, lengua o cultura.