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Entre tradición y modernidad
Juan María Tellería Larrañaga>>La noticia saltó como una bomba en ciertos medios de comunicación, tanto británicos como extranjeros, el 17 de diciembre de 2014, vale decir, el mes pasado: una señora, de nombre Libby Lane, se convertiría en la primera mujer obispo de la Iglesia de Inglaterra (The Church of England), y más concretamente con su sede diocesana en Stockport, en el norte del país. De esta manera, se zanjaba para siempre una cuestión que venía suscitando en el seno de esta confesión cristiana ciertas discusiones, algunas bastante virulentas en ciertos sectores ultraconservadores, y que se había quedado paralizada en su último sínodo nacional, habido poco tiempo atrás.
Nuestro entorno occidental tiene hoy, quiérase aceptar o no, un rostro eminentemente femenino
Que las mujeres tienen acceso al ministerio pastoral en ciertas denominaciones cristianas protestantes, no es nada nuevo. Desde prácticamente los años 40 del siglo XX hay mujeres con ordenamiento ministerial para oficiar en parroquias europeas, americanas y de otros continentes, adscritas a confesiones de tipo reformado, luterano o calvinista. Algunas denominaciones, muy progresistas para su época, sin duda, ya en el siglo XIX admitían que las mujeres dirigieran oficios religiosos, aunque no se les concediera aún la ordenación ministerial. Pero, como decían algunos, en Inglaterra las cosas eran distintas. Sin embargo, la Iglesia de Inglaterra, que venía a considerarse a sí misma como una especie de bastión conservador dentro de la llamada Comunión Anglicana (Anglican Communion), ha entrado ya en el camino marcado por otras iglesias pertenecientes a su mismo grupo en las que la presencia femenina en todos los órdenes ministeriales ya venía siendo un hecho constatable desde hacía décadas.
De ahí que la noticia del acceso de la sra. Libby Lane a la dignidad episcopal haya hecho cierto ruido mediático, máxime en países como los nuestros del sur de Europa, de tradición católica romana, en los que una mujer “pastora” protestante puede que no llame demasiado la atención, pero sí una mujer “sacerdote”, “presbítero” o “vicario”, como se las designa, ¡y ahora ya también “obispo”!, en el seno de la Comunión Anglicana. La razón es simple: el anglicanismo se presenta como un tipo de iglesia-puente en la que se aúnan un ceremonial y una liturgia muy semejantes a los del catolicismo romano, con una teología y un pensamiento esencialmente protestante; es decir, una confesión que es, al mismo tiempo, católica y protestante, o, como gusta decir su máximo representante en el estado español, el obispo D. Carlos López Lozano: “reformada frente a los errores de los hombres, mas católica conforme al propósito universal de Dios”. Las relaciones entre Roma y Cantérbury, si bien no han sido siempre fáciles desde el cisma anglicano del siglo XVI, parecen presentar en la actualidad una mejor cara, aunque aún no sabemos bien por qué derroteros irán, máxime en un momento como éste en que la Comunión Anglicana, incluso en la Iglesia de Inglaterra, ha mostrado una apertura de pensamiento tan grande en lo referente al ministerio de las mujeres.
Para quienes vivimos en esta segunda década del siglo XXI, y hemos nacido y nos hemos formado en la segunda mitad del XX, vale decir, en un momento de grandes cambios sociales y de nuevos enfoques culturales, acontecimientos como éste que comentamos en relación con la sra. Libby Lane nos parecen, no sólo positivos en sí mismos, sino también necesarios. Así, como suena. Nuestro entorno occidental tiene hoy, quiérase aceptar o no, un rostro eminentemente femenino; por un lado, la presencia de la mujer es más patente que nunca en diversas áreas profesionales, públicas y privadas, otrora reservadas en exclusiva a los varones, desde el mundo de la empresa y el comercio hasta el de la investigación, pasando por la política, la enseñanza, la medicina o la justicia, todo ello sin olvidar otras en las que siempre ha sido un elemento constante; por el otro, se ha generado y se ha extendido (¡gracias a Dios!) toda una mentalidad de repulsa firme e inmisericorde hacia el maltrato femenino, tan extendido y casi institucionalizado hasta hace no demasiado en sociedades esencialmente machistas (ibéricas, eslavas y anglosajonas incluidas, cómo no). La pregunta, entonces, viene de por sí: ¿qué sucede con la Iglesia? O afinando un poco más: ¿se quedará la Iglesia rezagada en este gran avance social, y seguirá cerrando las puertas de los sagrados ministerios a la mitad del género humano?
En líneas generales, la Iglesia en su conjunto, o las distintas iglesias y confesiones que componen el mundo cristiano, han tenido ciertas dificultades para subir a tiempo al tren del progreso; digamos que han evidenciado una fuerte tendencia a llegar tarde a la estación y se han visto obligadas a esperar al siguiente, o incluso al último del día. Y en los ámbitos de las sectas religiosas de corte evangélico, especialmente las de origen yankee, que se extienden por todas partes como la Coca-Cola, y con idénticas premisas, ha sido aún peor: algunas de ellas ni siquiera se han propuesto tomarlo. De ahí esas formas aberrantes de piedad en las que, Biblia en mano, se condenan por igual los avances científicos y técnicos que la promoción de la mujer en la sociedad. Conocemos demasiados grupos en los que la única función real del género femenino es quedarse en casa, dar a luz hijos, y en lo referente a los servicios dominicales, guardar siempre un sumiso y respetuoso silencio ante los varones.
En definitiva, que la Comunión Anglicana en su conjunto, y, dentro de ella, la Iglesia de Inglaterra el mes pasado, han mostrado al mundo que es perfectamente posible mantener y conservar unas tradiciones religiosas venerables por su antigüedad, al mismo tiempo que se abren los templos y los servicios cúlticos a unos horizontes mucho más amplios. Como dirían los propios adherentes a esta confesión, el soplo del Espíritu Santo va conduciendo a la Iglesia, en medio de un mundo siempre cambiante, hacia los ideales supremos enseñados por Jesús, quien no hacía diferencias entre judíos y gentiles, libres o esclavos, hombres o mujeres.
Lo único que podemos desear, de corazón, es que no sean sólo los anglicanos quienes se muestren capaces de evidenciar estos avances.