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¿Salvemos Palmira… sólo?
Juan María Tellería Larrañaga>>No hace demasiados días vimos circular un anuncio interesante en algunos medios, desde las redes sociales más populares hasta cierta prensa, que tenía un título realmente sugerente: Salvemos Palmira. ¿A qué aludía? Evidentemente, al hecho de que las ruinas de la antigua ciudad de Palmira (o Palmyra, como escriben algunos entendidos)[1], sitas en el territorio de la actual Siria, estaban dentro del campo de acción del tristemente conocido Estado o Califato Islámico, y condenadas, al parecer irremediablemente, a un destino similar al de otros lugares importantes de la antigua Mesopotamia, auténticas joyas de la historia humana, que, como ya se ha informado con creces, han dejado de existir debido a la barbarie de ese fanatismo destructor.
Ni que decir tiene que un proyecto de tal envergadura merece todo el apoyo y toda la aprobación que se requiera, así como los medios que hagan falta para que la inmensa riqueza cultural de esa antigua capital junto al Éufrates sea salvaguardada de la barbarie y la ignorancia que ostentan esos enemigos del género humano.
Por desgracia, sigue habiendo en nuestro siglo XXI quienes entienden que sólo se debe salvaguardar y proteger con el mayor celo posible lo que queda de tiempos antiguos, por nimio que se muestre.
De hecho, ni hemos escuchado ni leído en todo este tiempo nada en contra. Más bien hemos encontrado innumerables manifestaciones de solidaridad cultural procedentes de todos los países, orientales y occidentales, cristianos, musulmanes y de todas las religiones. Es lógico. Dígase lo que se quiera, aún hay una gran cantidad de cordura en este planeta.
Lo que pretendemos con esta breve reflexión es tan sólo llamar nuestra atención a la importancia de toda clase de patrimonios culturales que hemos de proteger y salvaguardar. Porque, si bien es innegable que joyas de la remota antigüedad, como la propia ciudad de Palmira, deben conservarse, nunca debiéramos dejar caer en el olvido otros logros mucho más recientes y que, quizás por eso, descuidamos. No hace demasiado, había caído en nuestras manos un libro de cierta enjundia, publicado en el siglo XVIII, ni más ni menos, y en el que su autor —español, para más señas— se quejaba amargamente de lo que llamaba “esa ciega idolatría que profesamos a la antigüedad” en detrimento de otros logros igual de dignos de encomio, de atención y de protección. Tenía toda la razón del mundo.
Sin salir de los límites administrativos del Estado Español, los distintos pueblos que lo componen gozan todos ellos, no se dude jamás, de un riquísimo patrimonio cultural, no sólo consistente en edificios antiguos o ruinas de épocas pretéritas localizables en sus territorios, sino en manifestaciones vivas y muy actuales, que incluyen las artes plásticas en sus distintas escuelas y estilos, la música popular antigua y moderna, y toda una literatura, oral y escrita, plasmada y expresada tanto en la lengua nacional como en las vernáculas. De hecho, la pluralidad lingüística dentro de las fronteras nacionales constituye de por sí un verdadero tesoro, una herencia de valor incalculable que es preciso mantener por todos los medios a nuestro alcance, el mayor de los cuales es el amor por esos idiomas y el respeto hacia quienes los utilizan.
Hacemos bien en movilizarnos y recabar apoyos para proteger ruinas como las de la antigua Palmira, pero ello no obsta para que adquiramos conciencia de la enorme riqueza de nuestro propio entorno y luchemos con el mismo denuedo para defenderlo y protegerlo.
Por desgracia, sigue habiendo en nuestro siglo XXI y en el Reino de España (como en otros) quienes entienden que sólo se debe salvaguardar y proteger con el mayor celo posible lo que queda de tiempos antiguos, por nimio que se muestre. Aquello que es, o parece, de nuestros días carece de valor ante sus ojos. Asimismo, no faltan los que, en aras de una presunta unificación cultural —globalizaciones de andar por casa— quisieran desculturizar a quienes hemos recibido ciertas herencias que mantienen, guste o no, el policromatismo del Estado Español (y de otros vecinos continentales), tan caro a las personas realmente cultas del propio país o de los que lo visitan.
Lo dicho: hacemos muy bien en movilizarnos a nivel global y recabar apoyos de todo tipo para proteger ruinas de tanta envergadura como las de la antigua Palmira; no actuar de esta forma sería poner el látigo en manos del verdugo, consentir que hordas de bárbaros desenfrenados y fanatizados borraran todo rastro de civilización, eliminar de un plumazo la historia humana, en una palabra. Pero ello no obsta para que, al mismo tiempo, adquiramos conciencia de la enorme riqueza de nuestro propio entorno y luchemos con el mismo denuedo para defenderlo y protegerlo.
El concepto de “patrimonio cultural” es muy amplio, pero no estático. Se mantiene en constante expansión porque las culturas son algo vivo, algo que está ahí, algo que clama por ser amado y cuidado, con el máximo esmero.
[1] Su verdadero nombre era Tadmor, y fue la capital de un imperio adversario de Roma cuya reina fue la célebre y cuasi-legendaria Zenobia.