Ser | Tribuna
Una prueba de fuego para la Unión Europea
Juan María Tellería Larrañaga>>Que Europa Occidental ha tenido, desde hace ya muchos siglos, una vocación innata de dominio sobre los demás continentes, es algo que nadie que conozca un poco la historia puede negar. Ya Alejandro Magno sentó las bases de la preponderancia cultural y política europea cuando sometió bajo su poder pueblos tan dispares como los propios helenos, egipcios, persas, semitas del Medio Oriente e hindúes, variopinto conglomerado englobado bajo el nombre común de oikumene. Roma prosiguió aquel espíritu de conquista y dominio, y siglos más tarde lo hicieron las distintas naciones que descubrieron y colonizaron el resto del mundo hasta bien entrado el siglo XX.
La actual Unión Europea, heredera de las épocas gloriosas de la Europa Occidental, mantiene hoy una cierta preponderancia y un nivel de vida que la convierte en una gran atracción para pueblos menos favorecidos.
Se ha dicho que ello fue posible gracias a la fusión de las tres grandes creaciones del espíritu humano, que confluyeron específicamente en este nuestro Viejo Continente como en ningún otro: la metafísica griega, el derecho romano y el cristianismo. Lo cierto es que la actual Unión Europea, heredera, en mayor o menor medida, de aquellas épocas gloriosas y esos postulados, mantiene hoy una cierta preponderancia, si no ya política, sí cultural, y, por encima de todo, un indiscutible nivel de vida y de confort, una hermosa fachada de prosperidad —sin por ello negar la realidad del “patio trasero” de cada país que la compone—, que no se da en otras partes del mundo y se convierte en una gran atracción para pueblos menos favorecidos, naciones que no han compartido esa misma historia y esos presupuestos culturales, políticos y religiosos, y se hallan, hoy por hoy, en situaciones de indigencia. Lo que algunos medios han dado en designar como “el efecto llamada”.
De unos días aquí, tal coyuntura se ha visto multiplicada por la guerra de Siria. Sin duda que una inmensa mayoría de los ciudadanos europeos hemos visionado esas imágenes, trágicas por su dramatismo, de los miles de refugiados que se hacinan en fronteras o en ciertos puntos de nuestro continente, a la espera de obtener, de buen grado o por la fuerza, permiso para entrar en el paraíso europeo occidental. Mientras redactamos este artículo, bulle en nuestra mente la última noticia que hemos leído acerca de una periodista húngara y su por demás inhumana actuación con un padre de familia sirio que huía con su hijito en brazos. Por si fuera poco, las redes sociales no dejan de emitir de continuo imágenes tomadas de los noticiarios u opiniones para todos los gustos acerca de este asunto.
El gran reto que hoy se le plantea a la Unión Europea es acoger a ese flujo constante de personas que huyen de la guerra siria.
Y es aquí donde nos detenemos en nuestra reflexión. La Unión Europea ha blasonado, desde sus orígenes, allá cuando se la conocía como el Mercado Común Europeo, de ser un espacio abierto, un espacio de libertades democráticas, de acogida, especialmente solidario para con los menos favorecidos; por decirlo de manera simplificada, poco menos que una tierra de promisión. Hubo quien, en su día, señalara que tales declaraciones no constituían sino un pobre “lavado de cara” ante la “mala conciencia” colonial de algunos de sus miembros, que, prácticamente hasta la fecha de su fundación, habían sido potencias imperialistas y explotadoras de otros continentes. Puede ser. Lo cierto es que esa pretendida solidaridad europea muy pronto se puso en tela de juicio, al saberse que en nuestro continente se destruían o se arrojaban al mar grandes cantidades de alimentos a fin de equilibrar los presupuestos y las balanzas de pagos, entre otras lindezas por el mismo estilo.
Lo dicho: el gran reto que hoy se le plantea a la Unión Europea es acoger a ese flujo constante de personas que huyen de la guerra siria. Aunque estados como Austria y Alemania han declarado que abren sus puertas para absorber a un buen número de ellos, se supone que el conjunto ha de ser distribuido entre todos los países miembros. Incluso el Vaticano se ha pronunciado en este sentido, pidiendo que cada parroquia o cada institución religiosa católica acoja a una familia. Muchos europeos, no obstante, se cuestionan estas actitudes, en principio humanitarias, solidarias y conforme al espíritu del evangelio cristiano que ha coloreado la cultura occidental. Por un lado, no dejan de preguntarse acerca de los gastos ingentes que supondrá para los presupuestos de cada país, de cada región, de cada provincia o departamento, y hasta de cada municipio, la manutención de estos refugiados, y el período de tiempo que ello durará, con el consiguiente agravio comparativo que significará para los nacionales necesitados, a quienes no se provee de nada en muchos casos. Por el otro, no son pocos los que alzan la gran pregunta de cuántos yijadistas infiltrados habrá entre esos refugiados con la clara misión de provocar atentados terroristas en Europa e iniciar la conquista del continente. A esta cuestión hacen eco en las redes sociales aquéllos que se interrogan de continuo por la actitud de los países árabes más ricos o de otras naciones islámicas, que parecerían desentenderse por completo de sus hermanos sirios.
Son demasiados los fantasmas que se agitan en las tinieblas del subconsciente colectivo occidental: ruina económica inminente, crisis social concomitante, integrismo islámico, xenofobia.
Es probable que no resulte fácil para las naciones y los estados de la Unión Europea hacer frente a este desafío. Son demasiados los fantasmas que se agitan en las tinieblas del subconsciente colectivo occidental: ruina económica inminente, crisis social concomitante, integrismo islámico, xenofobia. Son varios los que han indicado la necesidad de un fuerte control gubernamental, especialmente militar, sobre estos nuevos inmigrantes, en la idea de que constituyen un peligro potencial para la cultura europea. Y no faltan los que, aunque de manera minoritaria (¡por el momento!), ya han señalado la necesidad imperiosa de una integración cultural a la fuerza de toda esta población árabe, conditio sine qua non para su aceptación en nuestros países. Hasta se ha oído, o se ha leído, la urgencia de establecer áreas especiales, acordonadas y separadas del resto de la población, para los sirios: campos de concentración en toda regla, aunque designados con otros nombres.
Todos somos conscientes de que la llegada masiva de grandes contingentes de personas a un país extranjero es fuente de problemas. Y no podemos cerrar los ojos a la realidad de que entre las culturas islámicas y las culturas cristianas hay ciertos puntos de fricción no demasiado fáciles de obviar. Pero también tenemos conciencia de que es un deber humanitario acoger a quienes vienen a nuestro continente, no con la intención primera de establecerse para siempre, sino de huir y salvar la vida ante la barbarie de unos compatriotas que se han convertido en los peores enemigos.
Tal vez esta afluencia masiva de refugiados sirios a nuestro continente y a nuestro país, en concreto, nos ayude a todos.
No podemos ser ilusos. Cualquiera de nosotros, si fuera sirio, preferiría mil veces pasar el resto de su vida mendigando en Europa o en América, antes que ser “acogido” por una nación musulmana, árabe o de otra lengua y etnia. El mundo islámico no ha desarrollado la sensibilidad social que ostenta hoy el mundo cristiano. Los refugiados sirios, acogidos en una tierra islámica, serían, en un buen porcentaje, esclavizados, maltratados y abusados hasta unos extremos difíciles de imaginar para quienes nos hemos criado a la luz de los principios cristianos que impregnan nuestras sociedades occidentales.
Tal vez esta afluencia masiva de refugiados sirios a nuestro continente y a nuestro país, en concreto, nos ayude a todos. A los propios refugiados, lógicamente, les ayudará a ver un mundo distinto, a contrastar valores, culturas, condiciones de vida; a nosotros, que en este caso tenemos el papel de “los buenos” de la película, a comprobar si lo somos tanto como decimos, si estamos a la altura de los ideales que proclamamos como nuestra más alta conquista social y humana.
Lo cierto es que la humanidad siempre se ha enriquecido cuando pueblos distintos se han puesto en contacto. Ahora no tiene por qué ser diferente.