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Cuando las creencias nos convierten en asesinos
Juan María Tellería Larrañaga>>Tentados hemos estado de titular esta reflexión con la famosa cita del poeta romano Tito Lucrecio Caro, aquello de Tantum religio potuit suadere malorum, es decir, “¡A tantos males pudo inducir la superstición!”, pero hemos preferido no hacerlo. Supondría un absurdo de absurdos decir (o sólo sugerir) que el profesar una fe religiosa particular, eso que algunos consideran mera superstición (el mismo Lucrecio, sin ir más lejos), como identidad personal o colectiva hace de los seres humanos bestias sanguinarias. Ni siquiera los pensadores ateos más serios han llegado a expresar desatinos tan grandes. Al contrario, se ha reconocido unánimemente a la religión un papel importante en el desarrollo de las sociedades humanas, por lo general positivo, si bien nadie con unos mínimos de formación ignora el “lado oscuro” de la historia de este fenómeno. A grandes rasgos, y por no cansar al amable lector con un fárrago innecesario de detalles, nos limitaremos a decir, siguiendo a los grandes pensadores, que la religión ha contribuido a civilizar y humanizar (¡y nunca mejor dicho!) a los diferentes miembros y grupos de esta nuestra gran familia que compone la especie a la que pertenecemos. Incluso las llamadas “religiones primitivas” han cohesionado a los individuos de ciertas etnias dándoles una entidad propia y una visión particular del mundo que los rodea, todo lo cual es, en principio, altamente aceptable.
La religión ha contribuido a civilizar y humanizar a los diferentes miembros y grupos de esta nuestra gran familia que compone la especie a la que pertenecemos.
El gran problema se plantea cuando, como viene sucediendo de manera continua de unos meses acá, las noticias nos ofrecen escenas horribles de sangre y destrucción cuyos protagonistas son (o al menos así se reconocen y se autodefinen) creyentes que luchan, en principio, en nombre de Dios contra sostenedores de otros credos. Pero lo más trágico es, como ya han señalado algunos observadores, que la tristemente desgraciada yijad venteada por los extremistas islámicos, aunque parezca una guerra exclusiva contra cristianos y judíos, es decir, infieles, según su peculiar terminología, acaba cebándose sobre todo en sus propios correligionarios musulmanes que no piensan como ellos. Es cierto que se ha masacrado sin misericordia alguna a centenares de cristianos en el llamado Estado Islámico hoy sito entre Siria y el Irak, sin detenerse a considerar la edad ni el sexo de los ajusticiados; es patente que en naciones africanas, como Nigeria, y más recientemente Kenia, los atentados yijadistas han segado numerosas vidas de cristianos y amenazan con proseguir en la misma línea; a nadie se le escapa el constante acoso y derribo que sufre el estado de Israel por parte de terroristas musulmanes que, no sólo reivindican una tierra (lo cual podría entenderse hasta cierto punto), sino que pretenden la expulsión, cuando no aniquilación total, de los judíos (lo que no se entiende de ninguna manera). Pero, sea como fuere, la triste realidad es que las víctimas más numerosas de quienes se autotintitulan “guerreros de Alá” son sus propios hermanos, sus propios pueblos, sus propias tierras; y no nos referimos exclusivamente a las pérdidas de vidas humanas, algo que no tiene justificación alguna, sino también a la destrucción masiva e inconsciente de todo un patrimonio cultural milenario que sólo puede sumir a esas naciones en unas cotas de barbarie e ignorancia aún mayores. Sucedió en el Afganistán de los Talibanes, y ahora tiene lugar en el Estado Islámico de Siria e Irak. Si la marea yijadista llega a extenderse y aposentarse en otras naciones musulmanas de Asia o de África, sucederá otro tanto.
La triste realidad es que las víctimas más numerosas de quienes se autotintitulan “guerreros de Alá” son sus propios hermanos, sus propios pueblos, sus propias tierras.
De hecho, para muchos occidentales, la imagen actual del islam es la de un mundo sórdido, oscuro y poblado por criminales, torturadores y violadores de niñas. Hay medios de comunicación que parecen empeñados en vender este cuadro en exclusiva, predisponiendo a buena parte de la población europea y americana en contra de gentes y pueblos que en su mayoría no piensan de esa manera y que desean alcanzar unas cotas de nivel de vida y de pensamiento similares a las nuestras.
Ahora bien, si somos honestos y damos una ojeada al mundo cristiano, sobre todo a ciertos sectores religiosos, estará más que justificado que nos echemos a temblar en igual medida. No nos referimos a los graves errores cometidos por las distintas iglesias históricas a lo largo de su desgraciada trayectoria temporal, desde guerras sangrientas de facciones hasta tribunales inquisitoriales en que se torturaban y quemaban vivos herejes y disidentes; en España sabemos mucho de todo ello, desde luego, y se nos antoja altamente reprobable, pero, finalmente, es historia pasada (¡gracias a Dios!). Aludimos, concretamente, a la ola fundamentalista procedente del continente americano que, bajo la forma de sectas mal llamadas “evangélicas” y de nombres a cual más curioso, arrasa los países occidentales y constituye por cualquier esquina de las grandes ciudades congregaciones, no ya molestas por el ruido infernal con que atruenan en ocasiones las mañanas dominicales, sino peligrosas por la ideología antisocial y anticultural que vehiculan. Empeñadas en distintas “cruzadas” contra supuestas fuerzas espirituales malignas, que ven encarnadas en las ideologías políticas izquierdistas y en las grandes iglesias cristianas, para ellas siempre “apóstatas”, siempre “diabólicas”, van difundiendo una mentalidad retrógrada que se manifiesta, entre otras lindezas, en la postergación social de la mujer, en la negación de ciertos avances científicos y técnicos, y en una condena total de lo que llaman “liberalismo”, en lo cual engloban cualquier forma de pensar que no coincida con las de sus gurús. Éstos, expertos e inescrupulosos manipuladores autointitulados “profetas”, “apóstoles” o “ungidos”, no son sino hábiles negociantes de sentimientos religiosos, lo que les proporciona, en líneas generales, pingües ganancias. El control mental y familiar que ejercen sobre sus desgraciados adeptos, así como sus injerencias en las vidas privadas, hace de estas sectas auténticas sociedades criminales, indebidamente amparadas en las leyes que regulan la libertad religiosa.
Si somos honestos y damos una ojeada al mundo cristiano, estará más que justificado que nos echemos a temblar.
Hoy por hoy, nuestras sociedades occidentales no parecen darse cuenta del peligro real que encarnan estos grupos: daría la impresión de que, si no hay derramamientos escandalosos de sangre o flagrantes atentados terroristas de por medio, no se percibiera el riesgo enorme que suponen ciertas entidades amparadas bajo una peculiar nomenclatura religiosa.
Los yijadistas no representan el verdadero islam. Estamos de acuerdo. Las sectas fundamentalistas made in USA no representan el verdadero cristianismo. Pues también. Pero tanto los unos como las otras minan las sociedades en las que se implantan, destruyen vidas, literal o figuradamente, y contribuyen de manera harto efectiva a la ralentización y el atraso de los pueblos que los sufren.
La religión ha de elevar a la persona humana sin distinguir sexo, raza, edad, clase social, pensamiento o condición; tiene que dignificar a los miembros de nuestra gran familia y enseñarles el amor y el respeto mutuos.
Ahora sí que retomamos, y a conciencia, la cita de Tito Lucrecio Caro: Tantum religio potuit suadere malorum. ¡Pero cuidado con la traducción! Religio no puede verterse alegremente por religión, sin más, como hacen los estudiantes nobeles de latín. La religión, en el buen sentido de la palabra, ha de elevar a la persona humana sin distinguir sexo, raza, edad, clase social, pensamiento o condición; tiene que dignificar a los miembros de nuestra gran familia y enseñarles el amor y el respeto mutuos, por hacer de ellos imágenes del propio Creador, ni más ni menos.
Cuando no es así, nos guste reconocerlo o no, tarde o temprano ese sistema de creencias, sea cual fuere, nos convierte en asesinos.