Fer | Tribuna
El miedo a la libertad de expresión
Juan María Tellería Larrañaga >> Fue en 1941 cuando el célebre Erich Fromm publicaba la obra El miedo a la libertad, clásico de entre los clásicos del pensamiento de la pasada centuria, que en su momento dio la vuelta al mundo (al mundo libre, por lo menos), y su título se convirtió en frase lapidaria, cuando no en slogan, de manera que más de un profesor, conferenciante e incluso predicador lo ha empleado desde entonces hasta hoy para ilustrar o ejemplificar un sinfín de cosas.
Ahora, cuando estamos ya en la segunda década del siglo XXI, y a 75 años de la publicación del libro de Fromm, seguimos constatando la pujanza de un miedo cerval a la libertad, y más concretamente a la libertad de expresión (la madre de todas las libertades, a decir de algunos) por parte de ciertas instituciones políticas se dicentibus democráticas, algo que evidencia, cuando menos, la debilidad intrínseca de un sistema que hace aguas por todas partes. Desde la famosa Ley mordaza hasta la fallida prohibición de la exhibición de esteladas en ciertos certámenes futbolísticos, pasando por las amenazas de graves sanciones a quienes escribieran o dijeran cualquier cosa contra la institución monárquica, por no salir de los límites del Estado Español, se evidencia con creces que la libertad de expresión no pasa por sus mejores momentos. Y no es más envidiable la situación entre nuestros vecinos inmediatos europeos, pese a sus, se supone, democracias mejor consolidadas que la nuestra.
Quienes hemos conocido los últimos años de la dictadura franquista (la dictablanda que decían algunos con no poca dosis de humor negro) y la así llamada transición democrática con sus luces y sombras, sus altibajos, sus idas y venidas, hemos adquirido (¡a la fuerza ahorcan!) un cierto sexto sentido que nos permite detectar cosas que las generaciones más jóvenes tardan en ver. Cuantos recordamos los graves conflictos vividos en ciertos años de nuestra adolescencia y primera juventud por causa de los intentos de organización de partidos políticos, a la sazón clandestinos, o debido a la cuestión de la ikurriña, la bandera vasca, terminantemente prohibida en aquellos días aciagos, y cuya retirada por las fuerzas del orden solía conllevar la muerte de algún agente de policía, víctima de la bomba correspondiente que acompañaba a la estigmatizada enseña, no podemos por menos que sentir un cierto frío que recorre nuestra columna vertebral cuando en pleno siglo XXI volvemos a vivir intentonas de prohibición de banderas, de imposición de silencio a voces discrepantes, y asuntos similares. Más de un coetáneo nos ha comentado su temor de una inminente dictadura o su aprensión ante lo que se puede considerar un denodado esfuerzo por volver atrás hacia situaciones que se creían superadas.
Prohibiciones y sanciones como esas de nuestros días que hemos señalado más arriba solo denotan miedo, temor, por no decir pánico. Cuando una sociedad determinada, o sus dirigentes electos, hacen ostensible su miedo ante manifestaciones de pensamiento divergente, la crisis está servida: ese miedo clama a gritos su inseguridad. Y cuando una sociedad no está segura, cuando sus representantes ven amenazada la seguridad, ello solo significa que su disolución es algo cantado, que está a la vuelta de la esquina. Un dirigente que teme las críticas, se sabe muy criticado; un estado que veta las enseñas nacionalistas, es consciente de su disolución interna; una sociedad que pretende acallar las voces disidentes por medio de leyes mordaza, detecta que los pilares sobre los que está fundada se resquebrajan irremisiblemente. Se puede comparar al sistema religioso que, por pura debilidad, ha de prohibir, estigmatizar y perseguir las herejías: no tiene sus dogmas propios demasiado claros y teme por la estabilidad de sus creencias.
La gran tentación del fundamentalismo totalitarista que sacude a los estados democráticos contemporáneos, pese a todo lo dicho, tiene cura. Es una enfermedad que se puede diagnosticar y a la que se puede ofrecer un remedio: la cultura. Una educación en valores que destaque la importancia de la persona por encima de los intereses partidistas o económicos, y la conveniencia de contrastar opiniones divergentes para alcanzar consensos civilizados, es la clave. El riesgo se hace evidente: los absolutos quedan arrinconados y los pueblos dejan de ser monocolores. No nos extrañe que muchos no deseen arriesgar tanto.
La gran tentación del fundamentalismo totalitarista que sacude a los estados democráticos contemporáneos, pese a todo lo dicho, tiene cura. Es una enfermedad que se puede diagnosticar y a la que se puede ofrecer un remedio: la cultura.
La libertad de pensamiento siempre ha tenido un precio muy alto, por lo general la sangre de los que la han defendido. Hoy está en juego más que eso. Está en juego la propia sociedad, pero con toda sinceridad creemos que vale la pena. Finalmente, una sociedad no puede estar compuesta sino por seres humanos, y lo que mejor nos define y nos señala como tales es nuestra capacidad de pensar, compartir lo que pensamos y dialogar sobre ello con otros como nosotros que también piensan, aunque de manera diferente.