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Entre mitos y realidades
Juan María Tellería Larrañaga>>Forjar mitos, dicen, es algo que forma parte de todas las culturas humanas desde el principio de los tiempos. No parecería una afirmación exagerada si nos atenemos al registro histórico. Se constatan, en efecto, mitos cosmogónicos y religiosos ya en las primeras civilizaciones de que tenemos noticia, y no existe pueblo ni nación que no ostente narraciones fantásticas en relación con sus orígenes o con momentos cumbres de su devenir en el tiempo.
Cuando se forjan a la fuerza mitos sobre el aire y se ventean a los cuatro puntos cardinales para hacer frente a realidades que hoy existen, el conflicto está servido.
Los mitos, afirman los expertos, contribuyen al robustecimiento de las identidades, vienen a explicar por qué ciertas instituciones son como son, la razón de numerosas costumbres populares o la causa de que algunas naciones hayan tenido un pasado glorioso que ha marcado la trayectoria propia y la de otras de su entorno. Sin duda que todo ello está muy bien. El problema se plantea cuando se forjan a la fuerza mitos sobre el aire, es decir, con la finalidad de cimentar realidades que nunca han existido, y se ventean a los cuatro puntos cardinales para hacer frente a realidades que hoy existen. Al darse esa trágica coyuntura, el conflicto está servido.
Tenemos hoy ante nuestros ojos una evidentísima muestra de lo que estamos comentando cada vez que leemos o escuchamos noticias nacionales, sin importar cuál sea el medio que las vehicule. Nos referimos, cómo no, al desafío que representa el soberanismo catalán para el gobierno español.
Si nos atenemos a lo que la historia nos ha transmitido —la historia real, la que se puede documentar de forma seria—, la península Ibérica nunca ha constituido un estado político unificado desde la época de los reyes visigodos, allá a principios del Medioevo, salvedad hecha de los reinados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV de Austria, entre los siglos XVI y XVII. E incluso durante ese brevísimo período se constata la realidad de una unión meramente dinástica de diferentes reinos o coronas, cada cual con sus lenguas, leyes, monedas y sistemas administrativos propios; tan sólo la persona del soberano de turno aglutinaba la fidelidad de los súbditos a la institución monárquica que todos compartían, pero jamás con una conciencia de unidad nacional española: el mejor ejemplo lo constituyen las bien conocidas disposiciones que vetaban la presencia de los súbditos de la Corona de Aragón en territorios ultramarinos, dado que los nuevos mundos descubiertos eran competencia exclusiva de la Corona de Castilla. La unión impuesta a partir de 1714 a punta de bayoneta y cañonazo por la advenediza dinastía borbónica (“a la fuerza ahorcan”, se suele decir), muy similar a la que experimentaron en la época otras naciones europeas, no pudo eliminar de un plumazo las conciencias de los distintos pueblos, reinos y coronas constituyentes del nuevo estado centralizado “a la francesa” (los Borbones vienen de allende el Pirineo, no lo olvidemos). De ahí que éstas tuvieran ocasiones múltiples de aflorar con el paso del tiempo a lo largo de los siglos XVIII, XIX y comienzos del XX, cuando no bajo forma de reivindicaciones políticas, al menos culturales, lingüísticas o folclóricas.
Si nos atenemos a lo que la historia nos ha transmitido, la península Ibérica nunca ha constituido un estado político unificado desde la época de los reyes visigodos, salvedad hecha de los reinados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV de Austria.
En el momento en que el franquismo del siglo XX, al igual que sus mentores totalitaristas de otros puntos de nuestro continente, quiso forjar el gran mito de una España “Una, Grande y Libre”, que ya habría sido tal desde tiempos inmemoriales —léase cualquier manual escolar de historia nacional publicado entre 1939 y los años 70—, chocó de frente con la realidad multicultural y plurinacional de los pueblos constituyentes del estado, lo que supuso, al decir de algunos analistas, uno de los grandes escollos contra los cuales se estrelló, aunque pretendiera que no pasaba nada.
El gran problema de los mitos, antiguos o modernos, naturales o artificiales, espontáneos o forjados por encargo, es que tienen tendencia a enraizarse con cierta facilidad; de alguna manera generan un soporte mental con el que muchos se sienten cómodos, seguros. La prueba la tenemos en las declaraciones de quienes hoy dirigen, se supone, la nave del estado español, todos ellos, quiéranlo reconocer o no, moldeados por el franquismo y su idea de una pretendida unidad nacional que en la realidad histórica nunca tuvo realmente lugar hasta tiempos muy recientes. Para los políticos españoles de nuestros días, ya sean de derechas o de (presuntas) izquierdas, de arriba o de abajo, de un lado o del otro, los nacionalismos (vasco, catalán y, en menor medida, gallego) conllevan siempre un gran peligro, un desconcertante desafío ante el que sólo saben reaccionar con declaraciones que disimulan mal (¡cuando disimulan!, que ésa es otra) una agresividad escasamente contenida.
Para los sostenedores actuales del gran mito moderno de la unidad nacional española también existen seres malignos y con nombres propios: Arnaldo Otegui o EH Bildu, y en el momento en que redactamos este artículo Carme Forcadell, Artur Mas, Oriol Junqueras, Junts pel Sí…
En los mitos antiguos siempre han existido héroes y villanos, “buenos” y “malos”. En los modernos, también. A veces, los mitos antiguos registran nombres propios de seres malignos, individuales o colectivos, enemigos del orden impuesto por la divinidad y a los que los héroes combatían hasta la destrucción o hasta su confinamiento eterno en lóbregos abismos. Para los sostenedores actuales del gran mito moderno de la unidad nacional española también existen seres malignos, individuales y colectivos, y por supuesto, con nombres propios: Arnaldo Otegui o EH Bildu hasta hace muy poco, y en el momento en que redactamos este artículo Carme Forcadell, Artur Mas, Oriol Junqueras, Junts pel Sí…
Ya lo hemos dicho: cuando el mito, especialmente el forjado a propósito, se da de bruces con la realidad, se genera inevitablemente un conflicto.
Es de desear que no se haga necesaria la aparición de ningún héroe destructor de monstruos. En nuestros tiempos, y con el grado de civilización que se cree hemos alcanzado, puede ser más que suficiente sentarse a la misma mesa y dialogar todos, tirios y troyanos. Aún diremos más: si los sostenedores de mitos de nuestros días hubieran tomado desde el primer momento una actitud dialogante, a lo mejor no se hubieran producido las circunstancias que hoy se dan en Cataluña.
Como dicen, la esperanza es lo último que se pierde.